Más allá de las penosas secuelas del conflicto docente, es un dato incontrastable de la realidad que la educación pública argentina, ha caído en una picada vertiginosa y lamentable por lo menos en estos veinte años. No podemos mostrarnos conforme ante la realidad educativa que vive la sociedad argentina dado que es penoso el nivel de conocimientos que adquieren nuestros alumnos durante su trayectoria escolar. Nadie con una mínima buena fe discute este hecho tan deplorable como evidente, basta con observar, analizar y comparar los resultados de las distintas encuestas, evaluaciones nacionales e internacionales a las que son sometidos nuestros alumnos.
Otra realidad que nos duele y es consecuencia de lo dicho anteriormente es el grado de abandono y repitencia que existe tanto a nivel primerio, secundario y terciario. Otro aspecto que debemos tener en cuenta al respecto es el bajo nivel de episteme con que nuestros educadores egresan de los distintos profesorados.
En algunas ciudades se han observado crecientes esfuerzos que incluyen, por ejemplo, el haber instaurado la obligatoriedad en algunos niveles como parte formativo o insistir sobre la importancia de la jornada completa, la instauración de tutorías con el objetivo de acompañar los procesos de aprendizaje de nuestros jóvenes tanto como la preocupación por la estructura edilicia para reparar y remozar escuelas; vuelvo a detener mi reflexión en este punto. No basta con tener grandes edificios escolares, miles de computadoras, clases de tres o cuatro idiomas, si falta en el aula una docente con mucha vocación, un profesional bien capacitado con las competencias necesarias puestas al servicio de sus alumnos capaz de dejar de lado sus ideologías formando hombres y mujeres que busquen el bien común. En este punto no podemos olvidar a todos aquellos docentes que con mucho sacrificio aun en condiciones adversas de clima, geografía y de infraestructura edilicia son verdaderos sostén de sus alumnos, educándolos y conduciéndolos a ser personas de bien.
Debemos asumir públicamente el compromiso de tomar en serio la educación, y no banalizar con los más sensible que es la parte salarial, que sí bien es importante, debemos considerar a la educación como un todo, un todo social, un todo familia, un todo cultural, es por eso, que los que estamos en educación sabemos que el gran educador es el que pone el corazón en lo que hace, teniendo siempre en su horizonte que está formando el hombre del mañana, el profesional del futuro.
No quiero terminar esta reflexión sin centrarme en la persona del Docente, que con tanta ilusión ingresa en un profesorado para cumplir su sueño que desarrollará y se hará realidad dentro de un aula, el sabe que deberá pasar por mucho sacrificio y que las políticas de estado muchas veces no están a la altura de las circunstancias, que tendrá que capacitarse para que su trabajo sea de calidad, porque la formación del docente no cesa jamás. Que pasara noches corrigiendo, fines de semana planificando pero siempre tendrá la certeza en su corazón que educar es amar.
No tengamos miedo de enfrentar esta realidad y de banalizar lo sagrado que es la educación en este país, no tengamos miedo de defender a nuestros docentes y volver a publicitar que la educación es una vocación además de una de las más bellas profesiones que existen. Es valioso tener buenas escuelas, es importante buenos salarios, pero sería la combinación perfecta si tenemos buenos docentes enamorados de su trabajo.
Una vez leí un libro, que formar docentes es formar artesanos, aquel oficio que data de una época muy antigua es a la vez tan actual. ¿Quién al ver un artesano trabajar no detiene su caminar, quién no tiene el deseo de ver trabajar a un artesano, porque seguramente al ver mover sus manos puede percibir la obra maestra? Alguien quiso definir la educación como obra de artesanos, que comienza a tallar una obra maestra que al ser terminada se podrá enfrentar a un mundo lleno de oportunidades. El educador verdadero, artesano de este tiempo, talla personas libres, con espíritu crítico, futuros ciudadanos capaces de formar una sociedad igualitaria, pacífica y justa.
Hacer las cosas bien, poder hacerlas bien, recompensa y satisface. Poder enseñar, poder accionar, y hacerlo bien constituye una de las mayores recompensas de aquello que trabajamos, que obramos con otros y sobre otros. Porque a diferencia de otras ocupaciones, aquellas que operan sobre otras personas requieren no solos saberes y destrezas, sino también una serie de valores y principio más o menos universales. Cuando hablamos de docentes debemos poner el acento también en la dimensión vocacional que persiste en una actividad que exige, para quienes la ejercen pruebas existenciales, que como lo dice Dubet: “Mayores desafíos que superan las recompensas materiales y la preparación técnica”.
Cuando el docente pierde esta inclinación vocacional, o sea, pierde el sentido y el valor de lo que es, empieza a transitar un camino sin valor, pierde su importancia. Cuando el docente pierde el sentido de su vocación, o la sociedad, los gobiernos pierden la mirada profunda del ser docente, todos caemos en un camino de resistencia y empezamos a justificar cada acción que hacemos. El recurrente incumplimiento del calendario escolar, la resistencia de muchos docentes a ser evaluados, la renuencia a la capacitación permanente, el bajo nivel de tantos maestros y sus dificultades para enfrentar creativamente el avance tecnológico, unidos a la creciente falta de prestigio de la actividad, antes tan reconocida, son algunas de las causas de esta emergencia educativa sin precedente que tan cara le está costando a nuestro país. Responsabilidad de los educadores, tan mal representados por sus organizaciones sindicales, que muchas veces sólo persiguen objetivos políticos circunstanciales, con cuestionables liderazgos y protagonismos personales, dirigidos a mantener inalterable un cuadro dramático de penoso nivel educacional.
Es lamentable, y no quiero hacer un monologo del pasado; no quiero comparar nuestra educación actual con la de 20 años atrás, porque es una falta de respeto, porque la sociedad y la familia es otra. Debemos mirar la actualidad, autoexigirnos, autocriticarnos. Que nos pasó como país, como sociedad, como educadores que ya no somos los referentes sagrados de nuestro barrio; la escuela ya no es lo más importante que tenemos, es una institución muerta que sigue viva, es un edificio que no importa quemarlo o hacerle un grafiti político, ya no importa que la maestra que todos los días trabaja con nuestros hijos, si la podemos “apurar”, para que lo haga pasar de grado. Está bien, soy la mejor, defiendo a mis hijos.
¿Que nos pasó?… dejamos de mirar al docente como el hombre o la mujer de valores, de formadores, y de artesanos. Es tiempo y hora en que dejemos de hablar y pongamos manos a la obra. Paulo Freire dijo alguna vez: “LA EDUCACION NO CAMBIA AL MUNDO, CAMBIA A LAS PERSONAS QUE VAN A CAMBIAR EL MUNDO”
Autor: P. José Alberto Coronel. Pte. de la Fundación Confiar
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